La calle,
mojada y oscura, esta desierta.
Tenía los ojos enrojecidos y estaba cansado. Todo
aquello me hacía sentirme mal. Nunca pensé volver
a ver a Adrián.
Aquella tarde había llamado a mi oficina: al principio
no supe quién era. Después me reí y dije
unas palabras de amabilidad con tono de sorpresa. En eso no
mentí: estaba sorprendido.
No había vuelto a saber de él desde su último
ingreso en Alcohólicos Anónimos: era el tercero.
Nos citamos a última hora de la tarde en uno de los
cafes-jazz a los que habíamos sido asiduos. Le dije
que no tenía mucho tiempo y me invente una reunión.
El negro -uno de los músicos- me hace señas
desde la escalera y trata de invitarme a una copa. Me ha visto
con Adrián, sentado en una de las mesas del fondo,
discutiendo de planes y de futuro. Le digo que no, que otra
noche; estoy seguro que nos volveremos a ver.
Adrián estaba delgado y nervioso y no cesaba de tamborilear
los dedos sobre la mesa. Pedimos un par de gingers aunque
me apetecía lo que el negro estaba bebiendo.
Me contó que su mujer, Miriam, lo había abandonado
y que se marchaba de la ciudad, tal vez, del país;
durante su ingreso ella se había hartado y se largó
con otro.
Le miraba con cara de incrédulo; no sabía qué
decirle.
En la barra los músicos charlaban animadamente y,
de cuando en cuando, el camarero les llenaba los vasos; el
negro fumaba cigarrillo tras cigarrillo lanzando volutas.
Adrián contaba como su mujer le había ido a
buscar a la salida del hospital y le dijo que tenían
que hablar, que las cosas cambian aunque uno no quiera y que
las personas jamás son como las queremos.
Pronuncié el nombre de Miriam y dije que no merecía
la pena. Él me miró extrañado; tan extrañado
como yo fingía estarlo al contarme la historia. Me
dedicó una breve sonrisa.
Se levantó, pagó las consumiciones y salió.
Fui detrás de él pero había desaparecido.
La calle, mojada y oscura, estaba desierta.
El negro reitera su invitación.
Por Bob T. Morrison
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